DESTIEMPOS
Según Spinoza, el tiempo y la eternidad no se tocan nunca. El tiempo pertenece a la duración: la eternidad, todo lo contrario. Si el tiempo se puede medir, la eternidad es inconmensurable. Dimensiones heterogéneas que, sin embargo, se entretejen en la condición humana.
Si nuestras vidas pertenecen al orden del tiempo, no dejamos de aspirar a cierta forma de eternidad. Somos temporales, esa condición nos oprime y nos angustia y, a la vez, nos posibilita generar creaciones -hijos, obras, instituciones, cultura- que proyecten nuestra duración más allá de la existencia individual. "El tiempo es la imagen móvil de la eternidad", decía Platón. Entre ambos polos, eternidad y tiempo -el uno ideal, el otro real- transcurre la vida de esta criatura que somos.
En su extraordinario relato "El inmortal", Borges narra las desventuras de un hombre que, por azarosas circunstancias, ha adquirido esa condición. No poder morir, dice el escritor, es el peor infierno imaginable. Todo se vuelve insignificante y absurdo. El tiempo mismo -y con él, la vida- deja de tener sentido. Pero inmortalidad y eternidad no son análogas: la primera implica una duración estirada, "como una carretera sin fin" diría Rosenzweig, y por ende la ausencia total de horizonte. Nada más desesperante que un territorio imposible de cartografiar, un espacio-tiempo sin mojones. Como Funes -cuya memoria no reconoce huecos ni faltas-, para quien la imposibilidad de olvidar constituye una tortura insidiosa, el inmortal padece la permanencia inexorable de sus latidos y su respiración. Levinas hablaría de la "fatiga del ser", ese estar atado sin descanso a la existencia, una suerte de insomnio pegajoso que impide distinguir entre el sueño y la vigilia. Por eso, la aspiración del humano no es a la inmortalidad -más una tortura que una plenitud- sino a la eternidad: esa dimensión otra en la que ya no estaremos, pero (deseablemente) perdurará la huella de nuestro existir y nuestro hacer. No un plano metafísico ni un supramundo, sino una trascendencia en el aquí-y-después. Esa trascendencia inmanente -valga la paradoja- de la que habla Levinas cuando define al hombre como "un ser para más allá de su propia muerte".
"Cuando me preguntan qué es el tiempo, no lo sé; cuando no me preguntan, lo sé", decía Agustín de Hipona. Porque el tiempo no es un concepto sino una experiencia vital. Más aun: es el sentido interior, afirma Kant, porque constituye la base de toda experiencia. De todo sentir, de toda posibilidad de registro de lo existente, del yo y del mundo, del sí mismo y de lo otro. Pero ese registro implica hitos, puntuación y escansión en el tiempo y del tiempo. De modo que no percibimos el tiempo "en sí", como algo abstracto y mudo, sino las cosas que suceden en el tiempo. Hay experiencias (posibles) porque cada una de ellas hace una muesca en esa pista de la temporalidad, pista demarcada por el calendario según las diversas formas que los humanos tenemos de cartografiar ese territorio. Sin demarcaciones, sin horas ni días, sin "astros para señalar la diferencia entre el día y la noche" -como relata el Génesis- estaríamos tan perdidos como un astronauta desconectado de su nave y arrojado a las tinieblas del espacio infinito. "Y fue la noche y fue la mañana: día uno", dice el texto bíblico, después de que D'os creara la luz. Porque la gran, la primera, la más significativa creación es el tiempo y sus divisiones. Esa acción divina nos está dedicada: somos seres temporales. Por eso la muerte es el horizonte de la conciencia humana. Sabernos mortales es lo que nos salva de la parálisis o de la locura.
El tiempo de la historia, nos recuerda Walter Benjamin, no es el tiempo homogéneo y vacío sino el tiempo-ahora. El del acontecimiento, el marcado por hechos y actos que definen cada instante y lo ponen en relación con los que lo preceden y lo suceden. La historia es esa dimensión en la que es posible distinguir un antes y un después y, por ende, apropiarse del pasado y proyectar un futuro. Forjar una continuidad de la propia vida, con sus saltos y sus hiatos, pero en la que reconocerse en las variaciones de ayer, hoy y mañana. Los seres de lenguaje tenemos estrategias específicas para establecer y mantener tales distingos: una de ellas, tal vez la más relevante, es el ritual. Los rituales son al tiempo lo que las fronteras al espacio.
Que el tiempo no sea homogéneo y vacío significa, también, que no es uniforme. Si bien en ciertas ocasiones nos parece que "las tardes a las tardes son iguales" (como dice, otra vez, Borges en su poema sobre Spinoza), lo más habitual es que podamos registrar momentos de inusual intensidad y distinguirlos de períodos indiferentes, donde las horas transcurren cansinas y sin variaciones. Como el mar, a veces agitado por impetuoso oleaje y a veces calmo y liso, también el tiempo reconoce instancias de vorágine y otras de planicie. Si todo fuera agitación la vida sería insostenible, tanto como si solo conociéramos la serenidad y la irrelevancia.
La pandemia y la cuarentena nos han arrojado a un des-tiempo: casi no podemos distinguir un día de otro, una semana de la que la precede, el trabajo del descanso; el presente se vuelve una gomosa vivencia sin matices. El futuro es una niebla difusa.
En este marco, la llegada de Rosh Hashaná, el nuevo año, tiene un valor superlativo. Fecha que celebra esa primera creación que se reafirma y se recrea periódicamente, momento que conlleva un período de reflexión y de retorno. Los Días Terribles, Iamim Noraim, época de recoger las redes del pasado para evaluar, hacer balance, revisar actos y decisiones, aguzar nuestro oído para captar el llamado del otro y percibir las voces del mundo en sufrimiento. Ritual de pasaje entre un antes y un después, ocasión de reparar los daños sufridos e infligidos. Instancia, hoy más que nunca, de revalorizar el tiempo, elegir la vida y abrir caminos que posibiliten la existencia del futuro.
Shaná tová Umetuká! Por un año bueno y dulce!
Diana Sperling. Bs As, setiembre 2020. Rosh Hashaná 5781