DERECHO Y SEPARACIÓN
En la parashá (sección semanal de lectura bíblica) que contiene la escena del Sinaí y la entrega de la Torá, simbolizada en los (así llamados) Diez Mandamientos, hay una nota que habitualmente pasa inadvertida y que creo importante resaltar.
La parashá lleva por título "Itró", el nombre del suegro de Moisés. Itró, padre de Tzipora, es un sacerdote midianita. Hombre sabio y experimentado, aconseja a su yerno acerca de cómo debe organizar la administración de justicia para que sea eficiente y no agote las fuerzas del líder. (Primera pista: es un no hebreo, un "extranjero" quien sabe y puede enseñar algo acerca de la ley). Itró le indica que debe nombrar "hombres de virtud, temerosos de D'os, amantes de la verdad que aborrecen el lucro malhabido" y los asigne "como jefes de millares, jefes de cientos, jefes de cincuentenas y jefes de decenas" para dirimir los conflictos que surgían a diario entre los integrantes del campamento. "Que juzguen ellos al pueblo en todo tiempo y que todo asunto grande te lo traigan a ti y todo asunto menor, que juzguen ellos". ("Ex. 18, 20-22). Pero antes, le dice Itró, "deberás enseñar a ellos acerca de las leyes y enseñanzas y les harás conocer la senda por la cual deberán encaminarse y la acción que deberán cumplir" (Ex. 18, 20).
Lo que esta narrativa muestra es la construcción de un incipiente sistema jurídico: aprender y conocer las leyes, elegir a quienes habrán de aplicarlas según sus condiciones éticas, organizar tribunales en diversos niveles acorde a la dificultad de los problemas a juzgar.
Según la enorme mayoría de eruditos del campo jurídico, LA fuente del derecho occidental no es otra que Roma. Es allí donde -dicen- por primera vez se formula algo así como un sistema, un corpus en el que ya no se trata de aplicar normas más o menos coyunturales sino de un conjunto articulado, una organización de creciente complejidad. Tal complejidad le provee de dimensiones superpuestas que se incluyen unas a otras y, por tanto, le permite al sistema examinar cada nivel desde el nivel superior. Es decir, revisar sus propios fundamentos y mecanismos, lo que los eruditos llaman "reflexividad" como característica inherente al Derecho. Y eso es, precisamente, lo que cuenta este pasaje bíblico. Se ve aquí incluso la aparición de lo que en jerga actual se denomina tribunales de alzada. Cada nivel evalúa y dictamina sobre lo actuado en el nivel anterior, hasta arribar a la situación de lo que -otra vez, en el lenguaje jurídico normativo- se conoce como "cosa juzgada". Sentencia final y definitiva, ya no pasible de apelación y que supone un largo proceso, metódicamente recorrido, sobre la base de una legislación coherente. Las reglas que la componen no son circunstanciales e independientes unas de otras sino sistemáticamente relacionadas al interior de un corpus que va de los principios generales a las disposiciones particulares. Es lo que se verifica aquí: desde los Diez Mandamientos (o mejor, "diez decires", que ni siquiera son exactamente diez) hasta toda la larga lista de preceptos que continúan en las parashot siguientes ("Mishpatim" y demás, hasta el final del libro de Éxodo, con su continuación en los restantes libros de la Torá).
La otra característica que los juristas e historiadores destacan como propia del surgimiento del derecho es el pasaje a la escritura. Ya no se trata de "costumbres" o tradiciones establecidas por los antepasados y transmitidas por vía oral -con el criterio de "siempre se ha hecho así"- sino de la puesta por escrito de una codificación accesible para todos los involucrados. El pasaje de la oralidad a la escritura tiene infinitas implicancias que no es posible desarrollar aquí, solo subrayo el hecho de que lo consignado por escrito se puede revisar y, eventualmente, criticar, analizar y actualizar sin temor a que se pierda por obra del olvido. Ese peligro que amenaza a la oralidad y obliga a repetir las fórmulas sin cambio a través de los tiempos.
La escritura permite pues, no solo el acceso más amplio y abarcativo, sino la distancia de la fuente. (De algún modo, lo que Platón lamenta en su Fedro -que el texto es ya independiente de su autor y puede ser objeto de lecturas diferentes por parte de quienes lo tomen, sin que esté presente "el padre para defenderlo"- constituye la gran virtud del escrito: estar arrojado a la interpretación, posibilitar actualizaciones acordes a las necesidades de cada época, no depender de la "autoridad del autor" para decidir acerca del sentido. El griego advierte, en este pasaje a lo escrito, una "desnaturalización" de los afectos del alma, mejor expresados por la voz que por los artificiosos signos grabados). Para los juristas, el hito fundacional de este pasaje en la historia del derecho es la célebre Ley de las XII Tablas, que los patricios romanos entregaron a la plebe en el siglo V aec. y que reconocía algunos derechos a las clases inferiores. De esa ley no se conserva nada, su supuesto contenido es producto de la reconstrucción de los investigadores a lo largo de las épocas.
En la escena sinaítica, el pueblo "ve voces", oye truenos y, estremecido al escuchar la Voz infinitamente poderosa de D'os, le pide a Moisés que actúe de intermediario para no ser aniquilados por semejante poder. Así, el líder sube al monte, se interna en la espesa nube que lo recubre y recibe las Tablas. La oralidad ha devenido escritura, la potencia aterradora del autor divino se ha fragmentado en letras, copiadas por el intermediario humano. (En el texto bíblico permanece finalmente indeterminado este factor: en algunos versículos dice "letras grabadas por el dedo de D'os" y renglones más adelante se afirma que "D'os dictaba y Moisés escribía". Me gusta esa indefinición, que sugiere una escritura a cuatro manos).
Pero esta distancia bienhechora y posibilitante se inaugura al comienzo mismo del episodio, en un versículo enigmático. A continuación de las instrucciones de Itró sobre el modo correcto de administrar justicia, Moisés asciende al monte y D'os le dice: "Y ahora, si escuchar habréis de escuchar Mi Voz y guardáreis Mi Pacto, seréis para Mí propiedad peculiar de entre todos los pueblos, ya que Mía es toda la tierra" (Ex. 19, 5). (Yo subrayo). Cómo comprender esta frase? Qué relación tiene con el contexto?
A mi entender se trata, una vez más, de remarcar el carácter extranjero de lo humano. La refutación de la autoctonía que viene expresándose de diversas formas desde la expulsión del Edén, pasando por la orden divina a Abraham de irse de su tierra natal, las peregrinaciones de los patriarcas, la salida de Egipto y la no llegada a la tierra prometida en el transcurso de la narrativa bíblica. Los Mandamientos lo dirán en forma acabada y terminante: no te apropiarás. Ni de lo divino (mediante el forjamiento de imágenes o estatuas), de los hijos -lo que queda establecido en la escena de la Akedá (ligadura), con el no-sacrificio de Isaac-, del nombre de D'os, del nombre de tu prójimo, de sus pertenencias, del trabajo de tu siervo, de la tierra o de los animales (shabat)... Pero todas esas advertencias tienen su fuente en esta concepción de la condición humana como extranjería, la ruptura de una relación inmediata y natural con el suelo o con cualquier otro elemento del mundo. La destitución del naturalismo es necesaria para la institución pde lo humano. He ahí la entrada a lo simbólico, dramatizada en el texto bíblico mediante el relato de las peripecias de un grupo en su tránsito hacia su constitución como pueblo. En el mismo versículo aparecen las dos expresiones: 'Serán para Mí propiedad peculiar" -en hebreo, am segulá, lo que frecuentemente se traduce por "pueblo elegido", sintagma tan mal comprendido…- y "Mía es toda la tierra". Elección y extranjería, paradójicamente, dos caras de la misma moneda. Extranjería como condición de esa peculiaridad. Singularización que no consiste en privilegio alguno sino en la atribución de una responsabilidad indelegable: transmitir la Ley. Qué Ley? La de la desposesión.
Al final del libro de Levítico (el más normativo de los cinco del Pentateuco) se decreta la norma del Yovel, el Jubileo. Cada cincuenta años quedan abolidos todos los títulos de propiedad, las posesiones retornan a sus antiguos dueños (que tuvieron que vender, en muchos casos a precios inferiores al valor real, para superar una situación de crisis); los siervos recuperan su libertad, la tierra debe descansar de siembras y cosechas… "Y consagraréis el año del cincuentenario y proclamaréis libertad en la tierra para todos sus habitantes. Yovel es, será para vosotros; retornaréis cada hombre a su posesión y cada hombre a su familia habréis de retornar… No habréis de sembrar ni habréis de cosechar…"(Lev. 25, 3-22). Estas ordenanzas se reiteran una y otra vez, hasta que se establece el fundamento: "La tierra no habrá de ser vendida a perpetuidad ya que Mía es toda la tierra; pues extranjeros y residentes sois vosotros ante mí"(Lev. 25,23) (Yo subrayo).
El derecho romano se funda en la figura del pater familia, propietario natural de la tierra y de los hijos (lo que formaba literalmente su patrimonio). Tal naturalismo será -a través de largas mediaciones y procesos múltiples- la base de lo que Legendre imputa al nazismo: una "concepción carnicera de la filiación". El derecho hebreo, por llamarlo de algún modo, se basa en todo lo contrario. El hijo -el primogénito es su expresión emblemática- lejos de ser objeto sacrificial es destinatario de una transmisión. Filiación se opone radicalmente a filicidio. Esta idea domina toda la narrativa de la salida de Egipto: los descendientes de los egipcios serán muertos, porque es el modo en que esa cultura concibe la paternidad. (No se trata de un castigo divino, sino, expresado metafóricamente, de una consecuencia lógica de los actos de esa cultura). Los hijos hebreos serán salvados y destinados a sostener la cadena de las generaciones mediante la enseñanza de esa Ley, cuyo postulado fundamental reza: no podrás disponer de la vida y la muerte de tu vástago porque él no te pertenece. Procreación no es propiedad.
En esta perspectiva, la justicia solo es posible si se establece, de base, una distancia, una separación con respecto a lo dado. No habría aquí "derecho natural". No hay "patricios" que ostenten la propiedad incuestionable de la tierra ni de su prójimo. Ni pueblos originarios ni posesión automática de nada. Somos todos migrantes. Todos, diaspóricos y exiliados. Extranjeros, con posibilidad de ser residentes. Habitar un suelo y prosperar en él nos está permitido si observamos esas leyes instituyentes, ese Pacto que nos desposee al mismo tiempo que -y por eso mismo- nos convierte en sujetos legales.
La cultura -y por ende, la existencia del ser hablante- es, por definición, el ámbito de lo expulsado de la naturaleza. Nuestro acceso al mundo es mediado, nuestro vínculo con las cosas es posibilitado por lo mismo que nos distancia de ellas: la palabra. La dimensión simbólica -el lenguaje lo es por antonomasia- implica de suyo esa separación. Las instituciones, dice Thomas, son "las formas construidas de la vida social. Construidas, y no espontáneas .... La institución del lazo social (se da) en un mundo de la separación más bien que en un mundo de la fusión". Y en términos de Legendre: "...el mundo no es dado al hombre sino por el lenguaje, que lo separa de las cosas y lo divide de sí mismo".
Esta separación es radical. Es lo que expresa la frase citada: "Mía es toda la tierra". Y si tal expresión aparece justo en el contexto de las instrucciones acerca de la justicia, habrá que asumir que justicia y desposesión, derecho y extranjería son indefectiblemente solidarios.
Diana Sperling
Bs. As, mayo 31, 2020