6to. ENCUENTRO INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN JUDÍA. AMIA 2024

6to. ENCUENTRO INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN JUDÍA. 

AMIA 2024

LA FORMA Y EL CONTENIDO: ¿DE QUÉ SE OCUPA LA TRANSMISIÓN?

El 7/10 nos puso, y nos sigue poniendo, frente a un desafío mayúsculo: examinar críticamente nuestros parámetros de enseñanza y nuestras categorías de pensamiento. Será preciso someter a pregunta valores y conceptos que considerábamos buenos y ciertos, de una vez y para siempre. Educación, formación, enseñanza, transmisión, contenidos… ¿Qué significa todo eso, a la luz de la situación actual?

Las figuras emblemáticas de nuestra historia, nuestros “héroes” -desde Moisés hasta los resistentes de los guetos, desde Abraham hasta los fundadores del Estado de Israel-, ¿tienen aún valor de ejemplaridad? ¿Podemos reflejarnos en sus vidas y en sus experiencias, o debemos repensar nuestra situación política, nacional, cultural y educativa desde ópticas inéditas? 


Educar para el futuro, enseñar para la paz…

Frases que hemos oído tantas veces, desde hace tanto tiempo… Ante el peligro de que se conviertan en slogans vacíos, invito a repensar su significado. Al fin y al cabo, ¿no es esa la tarea de la educación? ¿Dotar a los alumnos de herramientas que les permitan elaborar pensamientos propios, que los capaciten para entender e interpretar los hechos y las palabras de un mundo cambiante, sin someterse a sentidos ya coagulados?

Pensar requiere, ante todo, cierta audacia: un gesto cartesiano, la duda acerca de lo que ya viene cocinado y masticado, la posibilidad de leer con ojos nuevos, la necesidad de ubicar los conceptos en el escenario singular de la época… Spinoza, el gran maestro de la interpretación y anunciador del Iluminismo, enseña precisamente eso: para comprender un texto, en primer lugar hay que leer. Condición necesaria pero no suficiente. Es preciso valerse de las enseñanzas recibidas, usar la herencia y la tradición pero no quedar pegado a ellas. Como diría Lacan, más allá del padre pero no sin él…

Ocurre que hay ocasiones en la historia que resultan disruptivas y obligan (como diría Kuhn acerca de las revoluciones científicas) a revisar el paradigma, ese patrón de pensamiento que nos permitía ver y entender las cosas, ubicándolas en un cuadro explicativo satisfactorio. De golpe, un tsunami rompe ese cuadro y pone las categorías cabeza abajo. Ese esquema tan conocido y ordenado ya no explica nada, la violencia de la realidad nos pone contra las cuerdas, nos abofetea cruelmente y nos impone un esfuerzo inédito para volver a captar algo de lo que sucede y no volvernos locos.

Ahí estamos, así estamos, parados en una encrucijada que no sabemos cómo transitar, buscando desesperadamente parámetros y brújulas que nos permitan cartografiar este real que se nos vino encima y que nos abruma con preguntas y dolores insoportables.

Entonces volvemos la  mirada hacia nuestras fuentes, de donde emana la savia y la potencia que nos viene alimentando por milenios, para ver si -al modo de un oráculo- hallamos en sus páginas una breve luz, una “pequeña y suave voz” que nos oriente, como lo hizo allá lejos y hace tiempo con Abraham o con Moisés, señalando un rumbo, diseñando un camino sin garantías pero con un horizonte posible… No, no fueron héroes: ni los patriarcas ni los profetas encajan en esa denominación, tan pagana, tan nimbada de fuerzas y perfecciones, como los personajes de la épica griega y otras literaturas míticas. Nuestros referentes, los protagonistas de esas páginas milenarias, son humanos, demasiado humanos, llenos de fallas y debilidades, de contradicciones y temores y, por eso mismo, pueden ayudarnos en nuestros “tiempos de oscuridad”, como decía Hannah Arendt… 

“Educar para la paz” es un loable propósito que alienta desde el comienzo de la historia judía, y se expresa cabalmente en los textos proféticos. Isaías, entre otros, anuncia la era mesiánica y dice que las naciones “convertirán las espadas en arados y no se ejercitarán más para la guerra”. Hermosa frase… Pero, como toda idea utópica, naufraga ante el duro peso de la realidad. Wishful thinking o, como dice el profesor de la Universidad hebrea Leonardo Senkman, “deseo imaginario”.

La realidad, en efecto, dice a gritos que Israel es un país amenazado desde el minuto uno de su fundación. Fuerte y poderoso en muchos aspectos pero sumamente endeble y frágil en otros. ¿Puede una nación, en ese contexto, desechar las armas? ¿Debe dejar de ejercitar a sus ciudadanos para la guerra? Ambición, la de Isaías, no apta para nuestro tiempo. Idea no solo ilusoria sino francamente suicida. La educación en Israel, por ende, tiene rasgos propios y condiciones específicas que la diferencian de la educación judía en la diáspora. Un país en guerra necesita indefectiblemente entrenar soldados, reforzar capacidades tales como la disciplina, la rapidez de reflejos, la resistencia física y emocional, la adaptación a situaciones de máximo estrés, la habilidad para prever, advertir y resolver situaciones de riesgo encubierto, la competencia para afrontar catástrofes y distinguir amenazas. El manejo de la tecnología y la inteligencia artificial son recursos prioritarios en tal situación, ya que miles de vidas dependen de su uso adecuado.

El 7/10 hizo colapsar la ilusión mesiánica. Un imaginario que de utopía viró a distopía, con todo el sesgo apocalíptico que eso tiene. Los habitantes de los kibutzim atacados eran, sin dudas, férreos y honestos adherentes a la esperanza profética que guió buena parte de la historia y el carácter judío. También los jóvenes del festival Nova. Una suerte de mesianismo secular, lleno de sueños y buenas intenciones. Lo sucedido obliga a repensar esa categoría tan arraigada en nuestros textos y sentimientos.

Si con la Shoá se hizo definitivamente añicos la idea de que podíamos vivir tranquilos en los países que nos alojaban, con el 7/10 se rompió nuestra más cara y antigua ilusión: vivir seguros en nuestro propio estado. 

Judío imaginario, judío real


Curiosamente, a lo largo de los siglos se ha representado al judío como un individuo de físico escueto, pálido y débil, poco dotado para las actividades corporales pero sobresaliente en el plano intelectual. Un estudioso perpetuo, inclinado sobre los voluminosos tomos del Talmud, ejercitándose en la lectura y la discusión de ideas sutiles y leyes infinitas. Un ser ávido de saberes e interpretaciones.

Sin embargo, el actual judío israelí, soldado aguerrido de tez bronceada y aspecto atlético, no es una figura tan nueva como el imaginario europeo de la modernidad lo pinta. Hemos sabido guerrear a lo largo de la historia, hemos enfrentado fuerzas poderosas y hemos prevalecido. Las fuentes bíblicas abundan en relatos de batallas de las que salimos triunfantes. De modo que ninguno de los “tipos” con los que se nos quiere pintar es del todo representativo si se plantea como excluyente. (Es que, si nunca podemos definir cabalmente la tan mentada “identidad judía” -como dice Emmanuel Levinas, “la esencia judía es no poder decir nunca en qué consiste la esencia judía”-, parece que solo los antisemitas saben, o creen saber, qué somos: avaros, egoístas, colonialistas, interesados, capitalistas o comunistas…)  No, no hay casillero identitario que pueda alojarnos y contenernos. Luchadores y estudiosos, combatientes y pensadores, soldadas y cocineras, madres de familias numerosas y comandantes y juezas, artistas y militares, mujeres de fina sensibilidad y aguerridas jefas guerreras… Lo complejo y heterogéneo es nuestro signo y nuestra estofa.


“Educar para el futuro” conlleva la necesidad imperiosa de entender el presente con los ojos bien abiertos, ser conscientes de las condiciones actuales, los peligros y las posibilidades reales de nuestra subsistencia. Tal vez sea hora de admitir que el odio antisemita (con diversos nombres, excusas y presentaciones) no desaparecerá. El antisemitismo es coextensivo a la historia de Occidente. Se nos impone así una durísima tarea: desromantizar. Deconstruir ideales que fueron valiosos en el pasado, porque permitieron dibujar un horizonte, pero que no necesariamente siguen funcionando en la actualidad. Hacer el duelo por un ideal que ya no “dispensa vida” es una de las tareas más arduas del ser humano… Se dice  que una de las características de la madurez es la tolerancia a la frustración. Y entrenar esa capacidad, ¿no es una misión de los educadores?


Habrá que resignificar palabras que tenemos fijadas pero que ya no comportan el mismo sentido que antaño. ¿Esperanza? Sí, pero a sabiendas de que muchas veces es preferible ser realistas y dar de baja ilusiones peligrosas. ¿Resiliencia? No, porque esa categoría de la física implica que el material afectado es capaz de volver, después del golpe, a su forma y consistencia anteriores. Y no, ni Israel ni los judíos de la diáspora volveremos nunca a ser lo que éramos antes del 7/10. Prefiero hablar de resistencia, una posición activa frente al trauma, la capacidad y la decisión de enfrentar con nuestras mejores armas aquello que nos quiere destruir. ¿Heroísmo? Mmmm… Más bien, cojones, amor incondicional a la vida, reconocimiento de la posibilidad de cometer errores y, sin embargo, seguir la pelea. ¿Solidaridad? sí, sin duda, imprescindible. En un mundo que una y otra vez nos da la espalda, reivindicar el principio de que cada judío es responsable por el otro judío, y cada quien es guardián de su hermano.

La creación y persistencia del Estado de Israel es fruto de una voluntad milenaria inquebrantable, que se despliega en la batalla de los cuerpos y de las ideas. Soldados y talmudistas, creadores de letras y prodigios científicos, amantes apasionados de los libros y valerosos defensores de las instituciones. Hábiles en la creación de riquezas materiales y simbólicas, inventores de una fe inédita basada en la justicia y la igualdad, capaces de pasar noches en vela para custodiar un territorio o para descifrar el sentido de un versículo… 

Sí, el estudio de las fuentes -dicen nuestros sabios- equivale a todas las otras mitzvot juntas. Porque sin ese alimento, sin ese hábito de demorarse en la música de las palabras, sin esa delectación en la infinitud de los relatos y las interpretaciones, todo lo demás pierde sentido. Tal vez uno de los más fundamentales objetivos de la educación es recrear ese modo, destiktokizar la mente de nuestros chicos y jóvenes, guiarlos en la ardua, apasionante, sorprendente e inacabable aventura de pensar…Porque el pensamiento por un  lado y la defensa inclaudicable de nuestra soberanía y nuestro derecho sobre Israel, por el otro, son las dos fuerzas que pueden, si no garantizar, sí al menos sostener y promover la permanencia de lo judío en la historia. Combatir, con la espada de nuestra creatividad, la creciente impotencia del pensar, el progresivo empobrecimiento de las lecturas, la literalidad chata y banal, la decadencia de la metáfora y la imaginación. 

Los humanos somos más que algoritmos y organismos: lo que hace de cada uno un humano es el lenguaje y, por ende, la capacidad de construir lo que no está. Y el lenguaje es, por definición, la herramienta del pacto social, el terreno de lo simbólico y lo metafórico. Deberíamos aspirar a que nuestro ADN se convierta en ADM: acción de defensa de la metáfora.

Estudiar y atender a las fuentes implica saber de nuestro pasado para poder diseñar nuestro porvenir. Maasé abot simán lebanim, dicen nuestros sabios. Los actos de los padres son señales para los hijos. Pero solo si media una tarea de relectura e interpretación. Ni imitar a ciegas ni reproducir mecánicamente, sino tomar un riesgo: apropiarnos de la herencia. Hacer nuestras esas señales. Traducirlas y resignificarlas. ¿De qué se trata entonces? Cabalmente, se trata de transmisión. No de comunicar ni informar “contenidos” (esos que se bajan de internet, google o wikipedia) sino de imbuirnos de los modos de actuar y de pensar que preservaron la vida de nuestro pueblo durante milenios. La transmisión es forma, no contenido. Sí, aunque suene raro… La pasión por los contenidos es una herencia del dualismo griego, pero el pensamiento judío se basa mucho más en las maneras y los gestos, más en la estructura que en la anécdota.

A lo largo de los siglos,  por ejemplo, la Hagadá de Pesaj se ha ido transformando y reformulando según hechos históricos que nos obligaban a resituar la idea de libertad. Cada pogrom, cada persecución, cada evento opresivo inspiraba -y sigue inspirando- nuevas ediciones de esas páginas que leemos un par de noches al año. Más o menos religiosas, más o menos políticas, con énfasis en diversos aspectos de la gesta de liberación… Los contenidos cambian, la forma permanece. La liturgia se reitera. La keará con sus símbolos, los chicos preguntando, la comida espléndida, el relato y el canto, la familia reunida en torno a la mesa… Sí, un ritual. Que nos define y nos congrega, independientemente de si hace referencia a Mitzraim, a la Shoá o al 7/10. Porque un ritual es eso: el marco formal que permite resignificar los hechos acorde a las épocas, la transmisión de una herencia simbólica, la inscripción de lo colectivo en el sujeto, la oferta de mitos y relatos que posibilitan la identificación. Es solo en ese marco que podemos sentir como si cada uno de nosotros hubiera salido de Egipto o se hubiera salvado de Kishinev, de la AMIA o de Auschwitz. 

Rescatar el valor de los rituales es tarea fundamental de la educación, entendida como transmisión. Estimular y posibilitar las identificaciones (plásticas, flexibles, renovadas, múltiples) por encima del cristalizado concepto de “identidad”. Proveer a los chicos y a los jóvenes de elementos que puedan sentir propios, aunque parciales e insuficientes. Porque las identificaciones siempre lo son: rasgos, aspectos, matices que pueden ser incorporados y adaptados, y no un bloque rígido, una definición exhaustiva y cerrada que coagule una identidad. Si es cierto lo que dice Yerushalmi (y yo personalmente creo que lo es), que los judíos somos mucho más apegados a la memoria que a la historia (en un sentido historiográfico), entonces el ritual es un elemento medular de la memoria, porque en el ritual se pone el cuerpo, participan los sentidos y las emociones, se trae la historia al hoy, se asiste como protagonista a una puesta en escena, se despliega una coreografía de la que somos intérpretes. Cada quien entenderá y pensará lo que pueda y quiera en esa escena, pero no la olvidará…

La escena talmúdica ofrece otro ejemplo extraordinario: una enfervorizada discusión, un debate implacable donde se enfrentan distintas lecturas, un pil pul destinado a “sacarle punta” impiadosamente a cada frase y cada letra, un gesto maravilloso de desacralización del texto… Un acto de lectura en su más cabal acepción! Porque una escritura, si es sagrada, solo admite un acercamiento devocional, no una lectura crítica. Una lección imprescindible: cualquier texto (de literatura, de historia, de filosofía, de ciencia…) puede y debe ser sometido a semejante cirugía. Coreografía del pensamiento complejo, reflejada en el diseño de las páginas que sugiere diversos recorridos, entradas múltiples y opiniones diferentes. ¿Qué de eso queda hoy en nuestras aulas? ¿Será que nuestros viejos maestros eran más libres y creativos que nuestros automatizados chicos de hoy? No son tales maasé abot los tesoros de los que debemos apropiarnos?


En 1908, Karl Abraham le dice a Freud que en sus escritos de psicoanálisis (en ese caso, en el trabajo freudiano sobre “El chiste…”) encuentra un modo de pensar y de analizar los textos muy afines al método talmúdico. Son épocas de incipiente surgimiento del antisemitismo. El psicoanálisis, caratulado como “ciencia judía”, está en peligro en la Alemania de la época. Sin embargo Freud y sus compañeros insisten en su teoría y sus métodos: lo peor que les puede pasar, saben, es desvirtuar ese nuevo saber sobre lo humano. De ahí que Abraham le exprese a Freud su deseo en una carta, diciéndole: “espero que el espíritu (el pensamiento) talmúdico no nos haya abandonado”...

¡Amén!


Diana Sperling,

Bs. As, julio 2024.

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