La escucha y el algoritmo
Paradojal: se habla de “redes sociales” y lo que se pone en marcha es lo antisocial por excelencia.
Insultar “mide”. El respeto, la mesura y los modales civilizados no “garpan”. A los que hablan sin gritar se los considera tibios. Es mejor calentarse, hervir, incendiarse y, de paso, incendiar todo alrededor. Las redes funcionan a fuerza de empujones verbales.
El patoterismo y la violencia son el insumo central de la “comunicación” -¡qué oxímoron!-. Paradojal: se habla de “redes sociales” y lo que se pone en marcha es lo antisocial por excelencia. Se supone que estas nuevas tecnologías son el futuro, pero se alimentan de lo más retrógrado y arcaico. Volver a las confrontaciones cavernícolas y a las peleas salvajes no parece ser la mejor manera de asfaltar el camino hacia el porvenir.
Suenan las alarmas en el mundo de la cultura, en el periodismo, en la ciencia, en el arte.
El modelo discursivo que impone el Presidente, basado en la agresión y la descalificación, podría deberse a tres causas:
1) expresa fielmente su personalidad y su configuración mental. Como en la fábula del escorpión, “está en su naturaleza”.
2) Es una estrategia mediática: los algoritmos indican que a más insulto, más alcance y captación de público.
3) Constituye una táctica dilatoria: en vez de ocuparnos de las cuestiones centrales de la vida del país, nuestra atención es permanentemente desviada hacia esos episodios. En cualquiera de los tres casos, la ciudadanía debería comenzar a preocuparse.
La afrenta no solo incumbe a los directamente aludidos sino que nos involucra a todos. Establece un parámetro peligroso y legitima un estilo barrabrava que, tarde o temprano, permea el conjunto de la sociedad. Instala la idea de que solo se pueden adoptar posturas maniqueas (recordemos el tan cercano “por sí o por no” del otro candidato en la campaña).
Hay quien atribuye tales conductas a la tendencia religiosa del presidente, un rechazo a los valores laicos (verdaderamente liberales) que incluyen la pluralidad de opiniones, la libertad de pensamiento y otros rasgos de las sociedades modernas que ya hemos naturalizado, olvidando que se trata de conquistas sociales y culturales relativamente recientes. Apenas tres siglos, desde la Ilustración hasta ahora!
Pero habría que analizar la cuestión más de cerca. Dada la afinidad que manifiesta el mandatario con el judaísmo -más una forma de vida y de pensamiento que una religión-, tal vez valga la pena mencionar algunos de sus rasgos centrales. Quizás los conoce: su rabino y mentor espiritual, de sólida formación en las fuentes judías, se los debe haber transmitido. Solo me permito aquí recordárselos.
Lo judío se construye, a partir de su texto fundante, la Torá (cuyos primeros escritos tienen más de 3000 años), como una larguísima y fructífera tradición interpretativa. Cada versículo, cada palabra y cada letra de esa fuente es sometida una y otra vez a comentarios, reversiones y actualizaciones a lo largo de las centurias. Desde el siglo II hasta el VI diversos sabios y maestros se reúnen para discutir el significado y las implicancias de esa escritura primera.
El enorme y variopinto corpus llamado Talmud es la compilación de tales polémicas. Pero a su vez, dicho corpus es sometido, hasta la actualidad (y seguramente lo seguirá siendo), a nuevas y fecundas interpretaciones.
Quien decida adentrarse en la tradición y sus enseñanzas debe saber que asume una tarea ardua y un riesgo: sus lecturas, opiniones y miradas estarán indefectiblemente sometidas a debate por parte de un compañero. Este modelo dual -se estudia de a dos, cada afirmación es puesta en duda y eventualmente refutada por el par- se denomina javruta, término arameo que remite a amistad y compañerismo. Sí, compañeros de estudio que obligatoriamente deben disentir.
Solo de esa práctica del disenso razonado y la oposición argumentada puede surgir la luz del entendimiento. Es claro que el Talmud emula y se beneficia en gran medida de los métodos de la filosofía griega.
La otra palabra que caracteriza el ejercicio talmúdico es majloket: precisamente, debate, diferencia, discusión. Una sesión de estudio sin confrontación es inane y poco puede aportar al conocimiento. Pero este término tiene dos sentidos posibles: uno positivo, cuando es una acción dirigida a iluminar aspectos inadvertidos de una cuestión compleja y a ampliar la perspectiva.
Se trata de evitar miradas estrechas y poner en evidencia lo multidimensional de la vida humana, imposible de reducir a figuras absolutas: no somos ángeles ni demonios, ni totalmente buenos ni irremediablemente malos.
Hay, empero, un sentido negativo de majloket: la discusión que agrede, genera enconos y divisiones; un debate impulsado por la ira, la soberbia, el fanatismo y el odio. Una acción malsana y destructiva, donde la diversidad y la polifonía son aplastadas en nombre de una supuesta verdad inapelable. Es la postura de los tiranos, cuya ambición es el dominio de los cuerpos y las mentes. (Recordemos la nefasta frase de Aldo Rico: “la duda es la jactancia de los intelectuales”).
Jonathan Sacks, el gran rabino de Inglaterra fallecido hace poco, señala en sus escritos que en hebreo no existe el verbo “obedecer” (de ahí que el judaísmo no sea una religión en sentido convencional). Cuando Dios da la Ley, demanda al pueblo su observancia.
El verbo utilizado una y otra vez, en relación a las leyes y los preceptos, es “escuchar”. Lo contrario de un sometimiento acrítico. Porque escuchar es reconocer al otro en su singularidad, recibir su palabra y ser interpelado por ella.
Confío en que el Presidente no haya leído aún esos capítulos de las fuentes, que en breve pueda llegar ahí y, entonces sí, escuchar.
Nota en Diario Clarín, 15 de Abril de 2024.
Diana Sperling.