Auténticos...¿y decadentes?

Es auténtico”, responden los entrevistados cuando se les pregunta el motivo de su adhesión incondicional al Presidente. Los encuestadores no dejan de asombrarse ante esa fidelidad que persiste a pesar de las enormes dificultades económicas y de todo tipo que esos mismos fieles experimentan en su vida diaria.

La autenticidad queda así elevada a la máxima categoría de virtud, capaz de hacer olvidar cualquier defecto o falla. En el Diccionario de la RAE se define auténtico como: “Consecuente consigo mismo, que se muestra tal y como es”.

El atractivo de lo auténtico se comprende, en especial, cuando las personas sienten que han sido engañadas, estafadas moralmente y sometidas a falsedades durante mucho tiempo. La autenticidad es entonces, por contraste, la cualidad más valorada.

Quien me miente no me respeta, me desprecia y me usa para sus fines. Mentir es innoble, una forma de abuso y desconsideración. Decirme la verdad, ser auténtico, es un modo de valorarme, de tomarme en serio. ¿Cómo no habría de concitar mi aprecio y mi lealtad?

Ya no más lobos con piel de cordero: ahora se trata de un león con melena de león. Claro que, como opuesta a la hipocresía o a lo “trucho”, la autenticidad es virtuosa. Un Picasso auténtico vale mucho más que uno falsificado.

Pero, ¿es siempre así? Mostrarse tal como se es, decir las cosas sin filtro, escupir “verdades” (o lo que el que habla cree que lo son) a troche y moche, ¿implica siempre actitudes moralmente loables?

La vida en común requiere de cuidados y escrúpulos que no deben confundirse con hipocresía. En la pareja, con los hijos, en el trabajo, con los amigos, es preciso en ocasiones medir las palabras y dosificar las “verdades”. Un adulto se diferencia de un niño, entre otras cosas, por reconocer ese límite. Ese es el aspecto positivo de la represión. La capacidad de discriminar cuándo y cómo expresar ciertas frases que pueden resultar ofensivas o dolorosas, aunque sean verdaderas, es una virtud humana esencial y un logro de la cultura.

El cuidado, el sentido de la oportunidad, el registro de la sensibilidad del otro llevan a medir las palabras o a demorar o suavizar ciertas “revelaciones” que nuestro interlocutor, tal vez, no está en condiciones de escuchar y digerir. Así como es importante para la salud controlar lo que entra a la boca, es igual de importante cuidar lo que sale de ella. No ejercer ese control responsable puede producir efectos dañinos.

Varias expresiones populares dan cuenta de ese riesgo: “se fue de boca”, “sincericidio”, “sin anestesia” y otros dichos semejantes advierten que no siempre decirlo todo es lo correcto. La vida diaria no es una sesión psicoanalítica, único ámbito donde rige, como regla, “diga todo lo que se le pase por la cabeza, no se guarde nada”. Afortunadamente, la sesión es una situación acotada y tiene un marco bien definido. En el afuera, actuar así sería ejercer una insoportable violencia en las relaciones humanas.

Por cierto, el lenguaje es el campo de la verdad, pero parafraseando a Aristóteles, “la verdad se dice de muchas maneras”. A veces con metáforas, a veces con ficciones, a veces con guantes de seda… Y a veces, con silencios.

Confundir verdad con literalidad puede acarrear heridas que impacten no solo en el que escucha, sino que muy posiblemente a la larga terminen dañando al que habla.

Resta entonces interrogar si la autenticidad es en sí misma un valor, o si necesita de matices y aclaraciones. En tanto adjetivo, no implica necesariamente una cualidad moral: solo enuncia un atributo neutro. Decir “la casa es grande” no expresa si eso es bueno o malo: depende de múltiples factores, de quién y cuándo lo dice y otras variables de la coyuntura.

Un criminal que se muestre en su real condición sin tapujos es auténtico, pero no virtuoso. Claro que es mejor saber con quién uno trata para así poder cuidarse y estar prevenido. Resulta más difícil defenderse del que simula amor (cuando en realidad es capaz de hacer algo muy distinto de tal sentimiento), que precaverse de quien muestra su rostro cruel a la luz del día.

Por soberbia, por omnipotencia o por imposibilidad de instrumentar estrategias de disimulo, hay personas que gritan a los cuatro vientos su crueldad o sus intenciones malévolas. De esas tendemos a apartarnos, antes de que nos provoquen algún daño. En el extremo opuesto están los farsantes, los artistas del disfraz, los psicópatas que seducen con bellas palabras y gestos amables para luego aplastar a su víctima sin compasión. Vean la serie actualmente en plataformas, Bebé Reno, y entenderán cómo funciona la mente retorcida de esos personajes.

Sin embargo, postular la necesidad de cuidado y miramientos en el trato con el prójimo no es una defensa de la hipocresía sino de la civilidad, esa virtud que los franceses llaman politesse y alude, desde su raíz, a la polis: la comunidad política que necesita coordinar y acompasar sus impulsos para que la vida en común sea posible y no un permanente campo de batalla. Sin respeto y cuidado por el otro es muy difícil construir y vivir juntos.

Como reza el nombre de una célebre banda de rock, a veces lo auténtico puede quedar asociado a decadencia… En el caso que nos ocupa, a la degradación del lenguaje, de la convivencia y de las más esenciales formas de la vida democrática. Es posible que suene ingenua, pero mis padres me enseñaron que la buena educación es cualidad indispensable de “la gente de bien”.

Nota en Diario Clarín, 5 de Junio de 2024.

Diana Sperling.

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